ANTONIO REQUENI

______________________________________________

PIEDRA LIBRE

El padre juega con sus criaturas.
La cara vuelta contra la pared
y el brazo levantado hasta los ojos,
está contando como si llorara.

Y mientras cuenta sus criaturas crecen,
van por el mundo, suben escaleras,
se enamoran o estudian geografía.

Cuando termina de contar, el padre
entra en los cuartos y revisa muebles.
Apenas ve. ¿Quién apagó las luces?
Su voz, que ha enronquecido, los invita
a dejar de una vez sus escondites.

Y los hijos regresan, jubilosos.
¡Cómo han crecido! Son casi tan altos
como los sueños que en su juventud
solían desvelarlo dulcemente.
¡A contar! ¡A contar! –exclama el padre.
(Los grandes siempre vuelven a ser niños.)

Y los hijos se apoyan contra el muro,
hunden la frente entre los brazos. Cuentan.
Y mientras cuentan –once, doce, trece…-
el padre se va haciendo pequeñito.

Cuando terminan de contar lo buscan.
Lo buscan pero el padre no aparece.
Se ha escondido debajo de la tierra


ROBERTO SANTORO, POETA

La luz, medrosa, se repliega
y las lágrimas ruedan por los pómulos
de la impotencia y la respiración.
Sólo eres un nombre en una lista.
Pero yo creo
en la venganza del poema.

No haya paz en la tumba del verdugo.


MILAN KUNDERA

Milan Kundera dice que la poesía ha muerto.
Debe tener razón porque ya nadie
(salvo algunos poetas)
acostumbra a temblar con las palabras
en un libro de versos.

Si me lo hubieran avisado
–aunque yo soy su deudo más humilde-
habría concurrido a las exequias y
dejado una flor en su tumba.

Ahora estoy triste. Pienso en cuántas veces
ella me hizo feliz. Y ya no está.

¿Pero qué hacer si las palabras vienen
por el aire o se trepan a mis piernas?
¿Si las palabras vuelven, temblorosas,
bellas sensuales, perentorias, mágicas,
y me reclaman una forma antigua
o un resplandor herido de futuro?

Tendré que consultarlo con los pájaros.


GERIÁTRICO

Todo está en orden:
las paredes asépticas,
el puntual almanaque,
los exactos latidos del reloj.
Una mujer de blanco les sonríe
mientras ellos deambulan
entre escarchadas toses y jadeos
o miran desfilar mundos extraños
en la pantalla del televisor.
Uno hace un solitario con los naipes.
Otro, con un pañuelo, frota el vidrio
de sus anteojos, lento, ensimismado.
Alguno se dirige
hacia la habitación en donde, a oscuras,
da de comer a sus recuerdos.
Toman el té a las cuatro.
La cena a las siete.
A las ocho se acuestan.
Ella siempre está allí, los acompaña.
A veces les da un beso,
una caricia helada, maternal,
y ellos se quedan
quietos, dormidos como niños.

© Antonio Requeni
(Argentina - 1930)

Atrás
Volver a otros autores
Siguiente