JOSÉ MARÍA PINILLA

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CONFESIONES

Confieso profundamente que soy humano.

Ya no hay rosas en las piedras,
ni violetas, ni lilas de topacio,
hay una luna enloquecida de matices,
un patio de silencios y una alondra.
Una alondra encopetada de misterios,
tan estéril que se cansa de ser nada.

Y confieso el escalofrío tan insulso
que produce en mi cerebro los rumores,
los altos campanarios
y esa dignidad que idiotiza a los lirios silvestres
contra la impudicia del ensueño alborotado
en su enjambre de cortinas blancas,
de velas blancas y ventanas blancas,
hasta el amor dulcísimo del domingo inmaculado
lleno de casta y de desmayo
hasta la pura sed que el corazón humilla.

Cuando los sueños indistintos
se rompan en destellos
y los imposibles ríos no encuentren acomodo
en las altas mareas del olvido,
el antiquísimo drama de las nubes y las olas
encontrarán escollos y arrecifes
en el temblor inmóvil de la aurora
que perdura hasta los hados del ocaso,
como una muchedumbre celeste de palomas.

Ante el cielo y ante el tiempo
me confieso
arbitrario del camino y de la rabia.

AMÁNDOTE, IGNORO

Las manos de la mar envejecen por devotas
y hay gente que ni siquiera ve su cuerpo
ni su pelo alborotado en pesadumbre;
en modo alguno. Casi cerca
las claras olas del olvido
suman y restan presagios mentalmente
hasta agotar de refranes su aritmética,
de muecas calladas y suspiros.

A lo mejor, es el claro azote de la piel
que nace de hora en hora
y se santigua, antes de la muerte
entre los ojos y el alma,
los dos puntos y la coma, el ayer o el después,
los medios días y el disturbio,
la soledad, la historia y los caminos...

Por eso amo el acertijo imperfecto
y los zapatos rotos del idiota,
bebedores de lluvia como si de rioja se tratara,
el santo que no llega,
los pobres locos que inventan ilusiones,
los incendios que se enamoran del agua
y a quien celebra el cumpleaños tan sólo que se asusta.

Amo las cerillas que no queman
y las uñas pintadas del profeta
y la sed que tiene el amuleto
para seguir siendo tan sólo un amuleto.

Y amo el trabajo mientras dura
y al patrón que desquicia mi salario.
La vergüenza y la pena y los ruidos de la noche
y también a quien roba sin sombrero.

Amo el final de una película
y la espalda de mi amante;
amo mi niñez y amo las espinas,
amo los llantos que perdieron el honor
y el honor que suena a sobresalto.

Amo el silencio sin respuesta
y las incógnitas de la pregunta improcedente,
amo el día y las horas compartidas.

Y de tanto amar, a veces, ignoro
que los ángeles no sangran,
no lloran ni se caen
sin alas ni venas.

Ni siquiera tienen sexo.

EL CORAZÓN DEL TIEMPO

En esa milésima de segundo interminable
donde se pierde el paraíso,
llegas de puntillas a mi puerta
golpeando con el puño
la ceniza de la tarde.

A la hora en punto
la araña recorre el horizonte.
En un amanecer de ortigas
los remordimientos,
entran
en la antesala de la fiebre,
el desayuno en la memoria
como labios secos
sobre el vaso prestado.

Al mediodía, se duerme el sol
en un recuento de pájaros.
El tiempo deshace los caminos,
vacía sonidos en el mar,
es un reloj de arena de voz tosca.

La tarde, amarillea la espiga
de la certeza
bajando la cuesta
sobre los picudos tejados de las casas.

No lloréis por él,
amanece la noche.

LA POLILLA DE LA INOCENCIA

Porque bebimos cucharadas de álgebra
entre nubes de colores,el escaleno y la esfera alborota
banel agua dormida de las pizarras.
La circunferencia era una mentira de lluvia,
confundimos adverbios con pronombres
y la aritmética bostezaba
ante el párpado rojizo de la mañana.

Porque el recreo traía gotas de nieve azucarada
y disimulos de niña soplando granos de arroz,
la tarde nos llenaba los dedos
de tinta china, cerrando pupitres
y compases, al abrigo de la pausa,
mientras natillas y dulces de leche
volvían libros del revés.

Porque era la época del alma,
y aún lejana
la linterna de las cuentas vencidas
y el centro inmóvil del fracaso.
El secreto nocturno de la pasión por un libro,
los eclipses de luna
y el reloj de los préstamos.

¿Por qué colgamos la inocencia
en un armario?
Las polillas siempre arañan
el silencio de la ropa abandonada.

© José María Pinilla Ballesteros
(Barcelona-España - 1951/2009)

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